Portugal, finalista del Mundial Sub-20, juega para ganar y no necesita brillar. A Brasil, el otro finalista, se le exige más: ganar con armonía. La final podría ser un lance de estilos: los portugueses saben atrincherarse, arman bloques sólidos, casi como murallas impenetrables, que blindan a su portería con siete y ocho hombres, quienes, como guardianes armados de casco y escudo, se abaten en la cancha para evitar el gol.
De cuando en cuando, una pelota logra filtrarse y superar esa férrea defensa, y, ahí, aparece el guardián mayor: Mika, un arquero tan efectivo como afortunado. Es cierto, el fútbol portugués carece de vistosidad, pero ellos saben esperar, cautelosos, el momento para atacar y son efectivos. Su apuesta puede llegar a ser falible, pero por ahora les da resultados.
No hay por qué cambiar, sobre todo para enfrentar a Brasil, que carga con la obligación de tocar exquisitamente, de tener embestidas letales y goles espectaculares. Brasil no tiene posibilidad de escoger, su historia la obliga a ganar, pero con belleza; eso es lo primero. En cambio, Portugal decidió ser aguerrido y defensivo. Lo primero para ellos es ganar, aunque sin espectáculo.