Los Burdisso están llegando al final de su primera temporada juntos en la Roma y cuentan la experiencia de reencontrarse tan lejos de su Altos de Chipión natal. La vida, el fútbol, la convivencia y la deuda pendiente: jugar un partido juntos.
En Roma son un poco más de las seis de la tarde. Por la ventana de su departamento céntrico se adivinan esas callecitas mágicas, el perfil de una de las ciudades más lindas del mundo, romanos que van y vienen construyendo historia nueva, pero a Guillermo Burdisso nada le altera la rutina del mate post siesta que adoptó para siempre en Altos de Chipión. Nada salvo dos cosas: el llamado de Olé, que lo encuentra todavía soñoliento y poniendo la pava sobre el fuego, y una visita que, incluso cuando es inesperada, le llena el alma de felicidad. Silba la pava y suena la puerta. “¿Qué hacés, Nico? Pasá que estoy hablando por teléfono, justo recién puse el agua…”, se escucha por el tubo. Y agrega: “En la heladera no hay nada, en serio… Mirá”. Sí, a lo de Guillermo llegó una de esas personas que no necesitan pedir permiso para revolver la heladera de casa, llegó Nicolás Burdisso. “Y vino con las manos vacías.”, se queja, en broma, porque en el fondo no hay nada que lo ponga más feliz que cada encuentro con este hermano que recuperó de grande y que lo acompaña en esta difícil aventura de insertarse en el fútbol europeo. Les queda pendiente, todavía, jugar juntos un partido. Porque el destino, y el puesto, hizo que el más chico ingresara por el más grande las veces que hizo, o directamente lo remplazara por lesión o suspensión. Pero ahí andan. Juntos, en Italia, estos hermarromanos.